Espectra: entre posibles fantasmas y la voz como dispositivo de memoria
El Proyecto Emovere se ha consolidado como un núcleo creativo interdisciplinario que sitúa al cuerpo y la emoción en el centro de un diálogo urgente: el de las voces en peligro de desaparecer. Nace en 2014 en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, bajo la dirección de Francisca Morand y Javier Jaimovich, Emovere ha desarrollado una línea de creación-investigación que explora las potencialidades expresivas del cuerpo, el sonido y la tecnología, para producir experiencias inmersivas que interpelan tanto los sentidos como la conciencia crítica del espectador. Hacia el 2018, se integra al núcleo la artista Mónica Bate del Departamento de Artes Visuales de la misma institución; aquí comienza a plantear la pregunta por el cuerpo tecnificado, es decir, el cuerpo visto y entendido tanto desde su biología como en su cruce con las nuevas tecnologías.
A partir de estas inquietudes, emerge la obra Espectra que involucra esta sensibilidad con una propuesta que combina instalación interactiva, paisaje sonoro y experiencia escénica. Bajo la dirección de Morand, Jaimovich y Mónica Bate, la obra se instala en el Centro Cultural CEINA como un espacio vivo y húmedo donde convergen la danza, el sonido y las tecnologías digitales para materializar una pregunta que complejiza la manera de habitar nuestro entorno: ¿qué voces están desapareciendo sin que lo notemos?
Así, el trabajo se basa en una investigación vocalizada de los cantos de anuros chilenos —sapos y ranas cuya supervivencia está gravemente amenazada— es que Espectra propone una escucha profunda y corporeizada. No se trata sólo de oír: es un ejercicio de presencia, Mediante la incorporación de dispositivos tecnológicos que multiplican, sintonizan y enrarecen los sonidos, la instalación construye un entorno sensorial que fluctúa entre lo orgánico y lo artificial, entre lo ancestral y lo espectral.
Este “hacer cuerpo” de las voces humanas y no humanas, implica una reconfiguración del cuerpo, pues es en el movimiento y la voz, que estos se funden entre máquinas y dispositivos, creando un tejido de relaciones afectivas, simbólicas y sonoras, en que también someten al espectador a ser parte del recorrido. La respiración, los movimientos mínimos y la vestidura se vuelven medios claves para dar forma a una experiencia que es a la vez contemplativa y ejerce un discurso político acerca de los problemas medioambientales que estamos viviendo hoy.
“Esta idea de corporeizar las voces nace de la necesidad de hacer voz a aquello que está desapareciendo. Y también, en mi caso particular, cómo encontrar la danza que emerge de esa experiencia vocal. (…) El movimiento nace de la experiencia misma de esos cantos de anuros que van aterrizando en nuestro cuerpo y van produciendo una serie de transformaciones internas y las hacemos externas con el movimiento.” cuenta Francisca Morand, co-directora del proyecto Emovere.
En este contexto, Espectra se vuelve un gesto de memoria activa. Un llamado de alerta que intenta devolver presencia a lo ausente — o lo que está en vías de desaparecer—. Al recorrer su instalación, el espectador se encuentra ante un un hábitat performativo que le exige detenerse, escuchar, y quizás reconocer en esas voces fantasmagóricas y desvanecidas, una parte olvidada de sí mismo y del mundo. Es importante considerar que este encuentro lo activan los cuerpos y su puesta en escena, pues la instalación se encontraba abierta a todo público, pero sólo en algunas fechas específicas, esta fue activada y experimentada por una coreografía interpretada por Sara Lecaros, Francisca Morand y Eleonora Coloma, las dos últimas del Departamento de Danza.
En los procesos creativos de Emovere conviven artistas, académicos, estudiantes y profesionales de diversas disciplinas, lo que convierte su práctica en un ejercicio colaborativo que da cuenta del potencial transformador de la interdisciplina.
En tiempos marcados por el colapso ambiental y la saturación de estímulos, Espectra plantea una urgencia distinta: la de detenerse a escuchar los últimos cantos de un mundo que se apaga. Y en esa escucha, encontrar la posibilidad de una resonancia que no se extingue, sino que se transforma.